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lunes, 15 de noviembre de 2010

Mecanismos de compensación

Erase una vez de una niña criada entre siete niños, entre hermanos y primos. Sus amigos del colegio eran varones, su profesor era un hombre, y prefería pasar el tiempo con su padre antes que con su madre y con su abuelo antes que con su abuela. Arañaba los troncos de los árboles dibujando lunas redondeadas. Como sus ademanes empezaban a ser muy masculinos, su madre, preocupada la enfundó en un uniforme de tablas y cuello almidonado y la matriculó en un colegio de monjas sólo para chicas. El impacto de tanta mujer cerca le despertó su parte femenina y le bajó su primera regla de manera precoz, a los 10 años.  A los dos días llevaba a casa el siguiente castigo: Escribir cien veces, “No debo pintar falos en las paredes del patio”.
Al cumplir sus 10 añitos le compraron su primera bicicleta para que pudiera ir a una escuela situada en el pueblo vecino. Aquel artilugio de dos ruedas no era un juego, servía para poder trasladarse diariamente en busca del maestro que explicaba sin necesidad de palabras. Que mostraba con su actitud las cosas que valía la pena aprender.
Su entrada supuso descubrir nuevas amistades y un mayor grado de libertad. De repente el radio de 25 metros de longitud en el que podía jugar había crecido hasta alcanzar los dos kilómetros y medio que era la distancia que separaba ambos pueblos.
Observó con el paso del tiempo que cada 10 años se introducía en un nuevo mundo y también ensanchaba los límites de su jaula mental. Su universo interior fijó esa cifra como patrón de crecimiento

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